El sueño de toda enfermera

Son las siete y cuarto de la mañana, estoy tirada en la cama con un ojo abierto y otro cerrado, no recuerdo la última noche que dormí placenteramente, y a pesar de la costumbre pego un salto al escuchar el sonido del móvil con el que comparto mi cama, y mi vida completa, desde que trabajo como enfermera para el Sergas, hace algo más de tres años.

Sé que es el supervisor de guardia antes incluso de que mire la pantalla, su ronca y torpe voz (estoy segura de que él sí que ha dormido tranquilamente toda la noche) me dice que necesitan que vaya a cubrir la mañana al hospital, no me dice a dónde, ni siquiera me da una pista, sólo que me presente lo antes posible en su despacho. Estos días hay mucho revuelo en el hospital por la falta de personal en todas partes, sigue habiendo mucha gente de vacaciones y de días libres y otra incluso de baja por ser positivas, pero no de actitud que posiblemente también, sino positivas en Sars-Cov2, por lo que cada día hay entre una y varias llamadas para trabajar, para cubrir cada turno en el momento porque lo de planificar con tiempo no es algo que se estile mucho en esta gerencia. Así que no me extraña para nada que no tenga todavía un lugar al que presentarme, como siempre llegaré justa de tiempo a donde tenga que ir a trabajar y empezaré tarde, mal y a rastro. Casi me he acostumbrado a eso, sólo casi.

Me ducho y me preparo corriendo para poder llegar lo antes posible y dejar el coche en algún lugar aparcable, y digo aparcable porque como seas de las última en llegar no te queda de otra que dejar el coche encima de la acera, en una rotonda o en cualquier montículo que pueda hacer de estacionamiento. 

Llego al despacho del supervisor ya cambiada y allí me encuentro con la desagradable sorpresa de que me toca ir a la UCI covid, al primer instante no me lo creo, no entro en una UCI desde que terminé las prácticas de la carrera, así que pregunto de nuevo por si mis oídos aún no hubiesen despertado: “Sí, sí, para la UCI ‘sucia’, no tengo a nadie más cualificado para ir y allí hace falta personal que están casi llenos y no dan a basto. No te preocupes, mujer, vas a estar muy bien allí que las compañeras te ayudan mucho”. Y me lo dice con una sonrisa el muy… Insisto en que yo no he trabajado en la UCI y menos con pacientes de ese tipo, que los pacientes con covid son muy inestables y en seguida se ponen muy mal, pero no me hace ni caso y simplemente me da una palmadita en la espalda y me dice que cualquier cosa que le pregunte a las demás.

El corazón me late a mil por hora y me entran ganas incluso de llorar de la rabia, pero me contengo como puedo porque no le voy dar el gusto de verme mal, y me voy como una zombie hacia la UCI rezando todo lo que ya se me había olvidado, me ha tocado estar en muchos sitios pero las unidades de críticos tienen sus propias listas de contratación por algo, la gente que trabaja allí tiene una formación de la que yo carezco y utilizan máquinas que casi no he visto delante. 

Entro en la antesala y aquello es una locura, faltan cinco minutos para las ocho y hay una gran multitud de gente entrando y saliendo, casi toda de la UCI limpia, la que no tiene pacientes con patología covid, porque los de la otra ya están casi todos dentro, total sólo hay cuatro enfermeras, dos auxiliares y una celadora, y todas con la misma cara de susto que yo. Me acerco a un par de compañeras para preguntar dónde tengo que cambiarme y dónde puedo encontrar el equipo de protección individual, una me mira con lástima, otra mira al suelo y otra me señala un pequeño cuarto donde está el material y me dice que deje mi mochila en la sala del café, aunque no sé dónde está esa sala tampoco, y como me da vergüenza preguntar voy a cambiarme y ya si eso meto la mochila en una bolsa o algo.

El cuartucho para cambiarse realmente parece un zulo, casi no puedo ni moverme, me quito el uniforme que traía ya puesto y me pongo uno de esos verdes de quirófano que me queda grande hasta en los bolsillos, bueno, la verdad es que casi entro yo en un bolsillo, remango todo lo que puedo y me pongo una bata de usar y tirar, una de esas batas que parecen de goma eva plastificada como la que usa mi sobrina para hacer sus manualidades del cole, un gorro desechable, calzas del mismo material, guantes normales y otros más largos, la mascarilla quirúrgica ya que por allí no veo otras y unas gafas con las que apenas puedo ver por donde voy, y como si de una astronauta se tratase atravieso las puertas de la unidad. 

Luces por todas partes, alarmas sonando aquí y allá y máquinas que parecen mirarme con desprecio, en ese momento quiero morirme aunque salir corriendo también es una buena idea, casi no recuerdo nada de lo que estoy viendo delante, intento hacer memoria de los días de prácticas en esa misma unidad pero los nervios no me lo permiten y una compañera de la que sólo puedo ver los ojos agotados tras la pantalla me saluda con la mano y me pregunta algo, casi no la puedo escuchar con tanto barullo. Me repite la pregunta: “¿Eres la que viene a cubrir la mañana? ¿La que manda el súper?” Yo asiento sin palabras porque no puedo ni hablar del miedo. “¿Has estado alguna vez aquí?” Niego con prisa sin dejar de mirar todo a mi alrededor. “¡Qué bien! Otra sin experiencia”.

Llama a otra compañera y entre las dos deciden que me toca llevar a un par de pacientes “sencillos”, de los que están casi bien como dicen ellas, no tienen grandes complicaciones y con suerte hoy o mañana se irán a planta ya que son realmente afortunados. Lo de afortunados me llega al alma. Tomo aire con fuerza y asiento intentando ser positiva, me cuentan un poco sobre cada uno de ellos y lo que me toca hacer durante la mañana, sobre las máquinas que hay a su alrededor y monitores, la medicación y me da un repaso de donde está cada cosa, si el turno es tranquilo no tendré ningún problema porque las otras compañeras estarán allí para ayudarme, pero si se complica con ingresos o si alguno del resto de pacientes se pone peor tendrán que dejarme sola, y yo me pregunto qué pasa si alguno de los míos empeora. Vuelvo a rezar lo que no sé y trato de tirar con lo que hay. 

En cuanto se da la vuelta me doy cuenta de que no me he enterado de nada de lo que me ha dicho y miro para el paciente que tengo delante deseando por momentos que me trague la tierra. Miro la gráfica en la que se anota todo lo referente al paciente y sólo veo rayas números y un montón de cuadraditos, es enorme o al menos así me lo parece a mí, el doble de una hoja normal y tiene tantas cosas escritas que no veo por dónde empezar.

De nuevo trato de coger aire con fuerza para relajarme y de pronto alguien me da un toque en las espalda: “Pero niña, ¿cómo es que vienes con esa mascarilla? Eso para aquí no vale de nada, ¿no ves que todos aquí son positivos? Y si no la cambias ahora mismo tú también lo serás“. Me la quedo mirando con tal susto que ya dudo si lo de ser positiva es malo o bueno. Sale corriendo y en un minuto la tengo delante con una de esas ya famosas FFP2, de un golpe me quita la quirúrgica llevando de paso parte de mis orejas y me coloca la nueva mascarilla apretando el adaptador metálico contra mi nariz como si no hubiese un mañana, y después tal como vino se va. Y allí me quedo yo con un dolor de narices y con más cara de tonta que antes. 

La mañana empieza transcurriendo más o menos decente, preparo la medicación, me familiarizo con los monitores y con la gráfica de trabajo, realizamos el aseo de los dos pacientes y sigo con los dedos cruzados para que nada malo ocurra. Los médicos hacen su visita de rutina preguntando cosas a las que yo asiento por sistema porque no me entero de mucho, y en suspiro se van, y entonces entiendo de dónde viene la expresión de visita de médico porque casi no me ha dado tiempo ni a dar los buenos días. Cuando ha pasado ya el ecuador de la mañana empiezo a respirar, ya más o menos le he cogido el truco a aquella gráfica del demonio, me he familiarizado con los monitores y a los pacientes ya los llamo por su nombre, todo va bien, o eso creo yo.

Entonces llama uno de esos médicos y nos da la grata noticia de que vamos a tener un ingreso, nos miramos unas a otras y alguien decide que tengo que llevarlo yo porque mis pacientes son los que están mejor, tres pacientes para mí sola, ¡qué bien! Taquicardizo, rompo a sudar y empiezo a lanzar preguntas sin ton ni son. Una de mis compañeras se pone a mi lado, no está mucho más tranquila que yo pero al menos parece saber lo que hay que hacer, preparamos lo necesario, calibramos el respirador, y las dos nos ponemos a la espera de que llegue y llega, y cómo llega, apurado es poco. Después de pasarlo a la cama veo a las compañeras de urgencias y deseo fervientemente poder irme con ellas, pero nada, toca quedarse; el médico aparece a mi lado con un chas como dice la canción y empieza a soltar órdenes a diestro y siniestro y yo corro de un lado a otro como pollo sin cabeza, colocando cosas, sacando otras, poniendo medicación, quitando medicación… Aparece otro médico de la misma forma que el primero y después otro más y yo paso la mano por el aire por si hubiese algún tipo de portal interdimensional porque no llego a entender de dónde salen, y me pregunto también para qué aparecen tantos porque entre unos y otros las órdenes vuelan chocando unas contra otras mientras que el paciente sigue respirando por branquias.

Finalmente una mente sabia que aparece de la nada como los demás, decide que debemos intubar y yo, que no he parado de sudar desde el primer momento, me deshidrato de golpe al escuchar eso, gracias a mi querida compañera, salvadora de mis peores momentos, que se pone al frente de la situación y me deja a mí encargada de pasarle lo que me vaya pidiendo. Y en un pestañeo el señor está dormidito y conectado al respirador, y en ese momento parece que el ambiente se relaja, el paciente respira mejor y está más tranquilo, entre las dos acabamos de hacer lo que toca y cuando miro el reloj me doy cuenta de que ya casi casi ha terminado el turno y aún me faltan mil cosas por hacer.

Vuelvo a correr acelerada de un lugar a otro terminando lo pendiente, y cuando por fin veo llegar al personal de la tarde y una de las compañeras se acerca a mí, ya con mi tiempo más que cumplido, para decirme que es mi relevo, casi rompo a llorar de la emoción. Quiero abrazarla pero no se puede y me quedo a medias en una postura incómoda, aunque me da igual, ya todo me da igual, sólo quiero salir de esa locura a la que algunas compañeras ya le han puesto el sobre nombre de “Mordor”, muy adecuado por cierto, y sacarme por fin de encima el traje de tortura, ir al baño y beber. 

En cuanto salgo del vestuario ya duchada y cambiada y con una inmensa sensación de alivio deseando no volver allí nunca más, me encuentro al siguiente supervisor de guardia, que me conoce de otras veces, y con mucho salero me propone que vuelva a la UCI por la noche, ahora que ya tengo experiencia les vengo muy bien para cubrir los turnos, y yo lo miro con ojos asesinos, me acuerdo de toda su familia uno por uno y salgo corriendo como alma que lleva el diablo, entonces me digo a mí misma que igual la vocación que tanto nos alaban los que no saben se ha debido quedar allí dentro porque ahora mismo lo único que me apetece hacer es dejar el currículum en el Primark, allí por lo menos te dan formación, tienes un turno continuado y seguro que los contratos van a ser de más de un día.

El teléfono empieza a sonar una y otra vez, mi corazón se acelera de nuevo y abro los ojos, estoy en mi habitación, en mi cama y sonrío pensando que todo ha sido una pesadilla. El teléfono vuelve a sonar y contesto sin mirar, la voz dormida del supervisor de guardia me quiere regalar otro día de tortura. Hecho las manos a la cara y me sale del alma: “¡Mierda, no lo soñé!”.

Otro día sin saber para dónde voy, ayer fue la UCI covid, hoy a saber… ¿y mañana?

“Imagen del Banc d’Imatges Infermeres. Autoría: Ariadna Creus y Àngel García”

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